martes, 9 de junio de 2015

San Quintín, los surcos de la injusticia...


Por Elvira Luna Pineda



Desde mi infancia y adolescencia conocí la población llamada “San Quintín”. Por visitas familiares acostumbrábamos viajar a aquella zona. Escuchaba innumerables y dramáticas  historias (algunas por mi edad aun no entendía). Niñas que eran violadas en los surcos, ahí donde trabajaban y tenían empeñada su mano de obra casi esclava. Ahí mismo en el surco, después de las agresiones sexuales que recibían, de manera natural se levantaban, se sacudían la tierra y seguían trabajando, eso era parte de todos los días y así expresaban el síndrome de indefensión aprendida. Ahí en los surcos parían e igual se sacudían después para seguir trabajando. En esos surcos se han encontrado niños recién nacidos, abandonados y en estado de hipotermia. ¿Cómo reclamar a sus madres? Esas niñas condenadas al abuso sexual como parte de su “aportación laboral”. En el año de 1986, en plena adolescencia y siendo vacaciones escolares de los meses de julio y agosto, una prima y yo nos decidimos a trabajar. Yo estudiante de la normal de educadoras, mi prima estudiante de derecho. Al compartir con mi madre nuestra decisión de trabajar, con su rudeza y claridad característica nos dijo: “muy bien, se van con su tía a Camalú y allá hay mucho trabajo”. Mi prima y yo íbamos fascinadas, no sabíamos lo que viviríamos y como esos dos meses cambiarían nuestra percepción de la vida por completo. Al llegar empezamos a trabajar inmediatamente. Cinco jovencitas de Sinaloa nos adoptaron y compartíamos con ellas las horas de comida. Vivían en una especie de cuarterías infrahumanas que los dueños de los empaques tenían para sus trabajadores. Ahí se podían filmar películas de terror. Sin agua, sin ventanas, sin baño, sin luz... Nosotras sabíamos que esa no era nuestra vida y en cierta forma lo veíamos como una experiencia nada grata que terminaría pronto al regresar a clases. Las jornadas laborales iniciaban desde las 7 de la mañana y había días de mucha producción que acababan entrada la madrugada. Apenas unas 3 o 4 horas para dormir. Sin día de descanso, sin derechos, sin seguridad social, sin nada. A las dos semanas aproximadamente decidimos que nuestras ganas por trabajar habían terminado, sin embargo cuando lo compartimos con mi madre, ella firmemente nos dijo: “el trabajo es así, y ustedes querían trabajar y ahora terminan”. Así lo hicimos. En esos dos meses vimos capataces persiguiendo jovencitas en esas cuarterías infrahumanas y en los lugares de trabajo, las acosaban e incluso abusaban. Historias que todos conocían y de las cuales nadie hablaba. Al regresar a la escuela y despedirnos de las jovencitas de Sinaloa que nos habían adoptado, -yo rebelde y mi prima estudiante de derecho-, las llenamos de consejos para que no siguieran aceptando las condiciones insalubres, indignas e inhumanas en las cuales trabajaban. A lo largo de mi vida profesional he estado en muchas formas cerca de algunas comunidades, prestando ayuda y cumpliendo con la función que en determinado momento me ha tocado desarrollar. Es por demás ofensivo saber que el gobernador (Francisco) Kiko Vega llega rodeado de un cortejo de funcionarios a la mesa de dialogo que se instaló con representantes de jornaleros y en su cara les espeta: “Tienen la palabra; ya estamos aquí. Dígannos cuáles son sus peticiones”. Señor Kiko Vega, en mi calidad de ciudadana de este Estado, no me permito creer que usted, en su calidad de titular del Poder Ejecutivo tenga que llegar a una mesa de diálogo sin propuesta y a preguntar semejante cosa. Porque si en realidad no sabe las peticiones de las mujeres y hombres que viven y trabajan en el área de San Quintín, pues déjeme decirle que vive en un mundo alterno o surrealista. San Quintín da riqueza a cambio de explotación. San Quintín es un polo productivo que a través del sometimiento de su mano de obra casi esclava, sólo encuentra como respuesta la represión y el exceso policiaco, mostrándonos este gobierno que no ha evolucionado, y que la procuraduría sigue siendo el garrote perfecto para someter y criminalizar a la pobreza. Así ha quedado demostrado con las fianzas de más de 21 millones de pesos que han sido fijadas a cuatro de los jornaleros detenidos en los ataques policiales sufridos el pasado nueve de mayo. El monto ha sido fijado entre otras cosas, por el daño causado al “tiburón”, esta nave que se suponía impenetrable y de la cual surgen dudas lógicas. ¿Cuánto nos costó a la ciudadanía de Baja California el tal “tiburón? ¿A cuántos operativos en beneficio de la ciudadanía sirvió? ¿En cuántos operativos para enfrentar y detener a verdaderos criminales fue utilizado? ¿O su uso se redujo a jornaleros que se defendieron con palos y sus manos? La ciudadanía de Baja California, merecemos respuestas!